“Mamina” quien es Rosa Micaela Puertas Quiroga tiene 110 años; “si queremos unir a la Argentina, la tenemos que defender a muerte, es nuestra tierra que nos dio tantas alegrías”, comenta.
Así, Rosa Micaela Puertas Quiroga o, más conocida como “Mamina”, es oriunda del barrio porteño de Boedo y se considera “la madre de todos”. Es sobreviviente de dos pandemias y es un retrato vivo de la historia del voto de nuestro país. Asimismo, llega vestida muy paqueta con un tapado púrpura, un pañuelo floreado y el broche de una rosa roja que adorna su cabello, un detalle que le recuerda sus años transcurridos en España. Al mismo tiempo se encuentra sin visión y los ojos se desvían hacia arriba al hablar. Ya están por cerrar los comicios y Puertas Quiroga llega a pie a la Escuela Nº31 Naciones Unidas, en el barrio de Palermo, del brazo de su hija María Teresa y dos de sus nietos. La demora que concentró votantes al mediodía, por las demoras que se registraron en algunas urnas electrónicas, cambió su plan inicial de votar en el mismo horario en que nació (a las 12 horas), 110 años atrás, un domingo, pero de 1912. En ese entonces era la época de la recién sancionada ley Sáenz Peña, la reforma que inauguró un primer paso hacia la democracia de hoy día al permitir el voto secreto y obligatorio de los argentinos, aunque todavía faltaría bastante para que llegara el sufragio para las mujeres.
Así desde el momento que la Argentina permitió a las mujeres votar, ella no faltó a ninguna elección. En tanto, para Puertas Quiroga, el voto es un deber de todos los argentinos y entiende que la democracia no es algo que tenga que darse por seguro. “La mujer más rica del mundo”, como se describe y no por razones económicas, es la más longeva del padrón de la Ciudad y vive cada proceso electoral como un festejo.
“Nunca dejé de votar, no falté ni a una sola elección, porque si no votamos no defendemos nuestra patria. Todos tienen que votar. Si queremos unir a la Argentina, la tenemos que defender a muerte, es nuestra tierra que nos dio tantas alegrías”.
En tanto, para que pudiera votar ésta vez, la habilitaron en el padrón de la Escuela Nº31 Naciones Unidas, situada frente a su casa. Asimismo, a diferencia de otras elecciones donde a las personas adultas mayores se les bajó a la vía pública la urna para facilitarles el proceso, al votarse en simultáneo los candidatos a jefe de gobierno del distrito mediante el sistema electrónico, Puertas Quiroga debe llegar por sus medios hasta la mesa donde se encuentra la pantalla del sistema.
Después de cumplir la tradición de la misa dominical, cruza la calle Carranza y camina por el pasillo hasta el fondo de la planta baja de la escuela. En tanto, no pasa inadvertida. “¡Bravo señora!”, la vitorean y la aplauden en su procesión otros votantes. La reciben las autoridades electorales y, en la puerta del aula, se empiezan a congregar las personas atraídas por el evento. La fiscal de la mesa contigua abandona el monitoreo de las boletas de su partido y se le acerca a pedirle “la receta de la vida”.
Asimismo, Puertas Quiroga cumple con la “doble votación”. Así, dos tiempos electorales en un mismo acto: primero el sistema de la antigua boleta papel para los precandidatos a presidente y después el voto electrónico para los cargos de la Ciudad. Al mismo tiempo, vota sin problemas con la ayuda de su hija para ubicar las urnas. “Después de esto no quiero escuchar a nadie quejarse del voto electrónico”, comenta una de las autoridades, a cargo de la mesa después de transcurrir una jornada donde se reportaron quejas por el sistema.
Una historia que lleva más de un siglo
En el transcurrir de su vida estuvo presente en cinco de los seis golpes militares que vulneraron la libertad democrática y torcieron el rumbo de la Argentina. El primero el que impuso la dictadura de José Félix Uriburu después de derrocar al gobierno de Hipólito Yrigoyen, fue el único que no la tuvo como testigo en el país porque en aquel tiempo se encontraba en Valladolid, España. En tanto, su padre había caído víctima de la gripe española, la pandemia que en 1918 se propagó hasta la Argentina y como última voluntad, para que su familia escapara de la enfermedad, le encomendó a su madre que viajara con ella y sus cuatro hermanas a Europa.
“A los nueve años me fui de la Argentina a un pueblo de Castilla La Vieja, después que murió mi padre, que era español. Fue la persona que me enseñó a leer, escribir, y hacer las cuentas matemáticas. Fui muy feliz en mi niñez y eso que trabajaba mucho de niña. Lavaba la ropa en el río con tabla, una tarea que llevaba tres días. Primero enjabonábamos la ropa y la tendíamos al sol. Volvíamos a la mañana siguiente y la lavábamos del otro lado. El tercer día, ya seca, la tendíamos y la doblábamos para después coserla. Cosía muchísimo, horas y horas y por eso perdí la vista. Trabajé mucho y de todo, pero siempre lo disfruté”.
Cuando era joven, Puertas Quiroga se mudó de Valladolid a Madrid donde conoció a su marido, Francisco Elbl, un pastelero austríaco al servicio del rey Alfonso XIII. “Él había aprendido a hacer chocolate, bombones y pastelería en Viena y lo contrataron en una confitería de Madrid que trabajaba para los reyes de España. Nos conocimos en esa ciudad y nos casamos. Él me llevaba diez años”.
La suerte cambió luego con el estallido de la Guerra Civil que los obligó a regresar a la Argentina. “Nuestro primer hijo acababa de nacer y mi marido tenía la posibilidad de ir a trabajar a Austria, pero en ese momento Europa estaba muy convulsionada, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, y yo no sabía el idioma. En la embajada argentina nos aconsejaron que volviéramos. Tuvimos que abandonar todo y regresamos como refugiados de la guerra”.
Asimismo, con su experiencia de chocolatero, su marido encontró trabajo en la fábrica Noel, y después en la empresa Suchard, donde se dedicó, principalmente, a las recetas de los caramelos Sugus. “Fue quien les enseñó en la fábrica a hacer los Sugus confitados”.
“A los nueve años me fui de la Argentina a un pueblo de Castilla La Vieja, después que murió mi padre, que era español. Fue la persona que me enseñó a leer, escribir, y hacer las cuentas matemáticas. Fui muy feliz en mi niñez y eso que trabajaba mucho de niña. Lavaba la ropa en el río con tabla, una tarea que llevaba tres días. Primero enjabonábamos la ropa y la tendíamos al sol. Volvíamos a la mañana siguiente y la lavábamos del otro lado. El tercer día, ya seca, la tendíamos y la doblábamos para después coserla. Cosía muchísimo, horas y horas y por eso perdí la vista. Trabajé mucho y de todo, pero siempre lo disfruté”.